lunes, 20 de noviembre de 2017

El Vichy catalán

 19/11/2017 01:24 | Actualizado a 19/11/2017 03:21
(Publicado en La Vanguardia9
La mayor y más perdurable victoria francesa al acabar la Segunda Guerra Mundial no fue el triunfo militar, mérito de los aliados en su conjunto, sino que consistió en restablecer el honor y la gloria de la patria ocupada. De Gaulle apostó por la grandeur y ocultó tanto la gesta de los republicanos españoles encuadrados en la Nueve del general Leclerc como el colaboracionismo del régimen de Vichy con los alemanes, por no hablar de la persecución que sufrieron los judíos franceses o tantas otras cosas y circunstancias que la derrota del enemigo borró y negó. Vichy no había existido o casi ni había existido. Y la Francia entera se alzó en armas contra el invasor teutón. La Resistencia, escrita así, en mayúsculas, fue el relato (¡esa palabra!) de un país que vio cómo era ocupado totalmente en un mes y escasos días y que se levantó mayoritariamente contra el germano invasor. Se derrumbó la línea Maginot y todo el ejército francés. Pero la patria siguió inviolada en el corazón de los franceses, de los resistentes, que jamás se rindieron… El buen pueblo francés jamás le falló a su nación, a su bandera. Hoy sabemos que buena parte de esa historia fue una invención y que en el final de la ocupación hubo tanto de manipulación como de venganza y hasta guerra civil. Hubo que esperar hasta el 2004 para escuchar a un presidente de la Republique honrar a aquellos republicanos españoles que fueron los primeros en liberar París. Y todavía hoy nos duelen las imá­genes de las mujeres rapadas y vejadas por haber yacido con el enemigo alemán, mientras buena parte de los de Vichy se pasaban sin demasiados problemas (la inmensa mayoría) al renovado patriotismo res­taurado. El nacionalismo francés, cuando se tiñe de vergüenza y supremacismo, da estos frutos amargos.
Pero los olvidos y reescrituras de la historia no son sólo franceses, ni mucho menos. Aquí, con la transición, vimos cómo muchos camisas azules se transformaban en demócratas “de toda la vida”. Y no tengo tal vez que señalarles que, en nuestro renovado relato (¡otra vez la palabra!) nacional, pues sencillamente no hubo catalanes falangistas ni enrolados en el precisamente llamado bando nacional. Los nuevos tiempos quieren que la guerra civil española fuese punto menos que otra guerra más de agresión de España, ese ente autoritario, tiránico y despreciable, contra la libérrima y sufrida Catalunya. Y si alguien recuerda el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat rápidamente se le echa encima la jauría que denuncia a los malos catalanes, sin atender a que el mapa del carlismo y el del independentismo actual siguen teniendo numerosos puntos en común. Como en la Francia del final de la guerra, aquí no hubo colaboracionistas, mucho menos franquistas, de ninguna manera entusiastas del régimen. Y sin embargo, el Vichy catalán existió, y no fue sólo un agua carbonatada. Fue un grupo humano amplio y diverso. Hoy se les tacharía de colaboracionistas, pero en su día fueron patriotas. Y sólo el relato (¡¡otra vez!!) confrontado de dos nacionalismos que se autoexcluyen puede negar que aquellos catalanes de boina roja también defendieron su patria. O su idea de la patria mejor.
Desfile militar franquistaDesfile militar franquista (Getty)
Al calor de la dictadura franquista y su florecimiento económico, tardío pero evidente, medraron tecnócratas y conversos, oportunistas y buscavidas, entusiastas sobrevenidos y otros que habían hecho y ­ganado la guerra. Y más de un orgulloso apellido catalán lució su uniforme o sus insignias, para pasmo futuro de sus compañeros del renovado nacionalismo, de signo adverso, que fue, en su día, la hoy extinta Convergència. Cuántos no sólo hijos de, sino propiamente cuadros medios del régimen franquista se alistaron en la nueva verdad revelada, en el resistencial y sempiterno nacionalismo catalán, para al cabo de los años, cuarenta más cuarenta, acabar engrosando las filas del independentismo.
La gente tiene derecho a cambiar y evolucionar, por supuesto. Y los hijos no suelen ser de la misma opinión que los padres. Pero pasar de camisa vieja a independentista en dos o incluso tres generaciones no deja de ser una pirueta del destino digna de, al menos, alguna reflexión. Y hoy, cuando algunos hasta publican las listas de los malos catalanes y otros, cuando van hacia la cárcel, desean que por fin triunfe el bien sobre el mal (¡qué grande es Junqueras!), habría tal vez que reivindicar una vez más, otra vez, hasta que nos duela y se nos caiga la lengua, un espíritu de concordia y entendimiento que nos aleje de los nacionalismos de todo tipo, pelaje y condición. Que nos lleve más allá de consignas, banderas, uniformes y movilizaciones. Que nos permita superar este momento cainita y profundamente estúpido, esta taza de caldo doble que sabe a ricino y a sangre.
Unos, en el resto de este viejo reino de España, han dejado de beber Vichy porque es catalán. Y cada vez soportan peor su adjetivo. Y otros, aquí, reniegan de Vichy porque es un símbolo de colaboracionismo y entrega. Y, sin embargo, el agua sigue siendo salutífera y continúa siendo una gran aliada para superar las digestiones pesadas. Como la que nos espera.

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